Quizá porque hay pocas cosas tan fascinantes como observar el comportamiento de un par de imanes, el magnetismo siempre ha estado envuelto en un halo de misterio. Para los antiguos era la prueba palpable de la existencia de fuerzas invisibles a nuestro alrededor. ¿Hay algo más sorprendente de observar que un trozo de hierro atraído misteriosamente por un imán? ¿O sentir una oposición invisible cuando intentamos acercar los polos norte de dos de ellos?
Como todo misterio, la historia del magnetismo comienza con una leyenda. En la antigua Grecia vivía un chiquillo llamado Magnus. Un día mientras cuidaba su rebaño puso la punta de su bastón metálico sobre una gran roca. El cayado se quedó pegado a ella con tal fuerza que el pobre pastorcillo no lo pudo recuperar. Un pequeño pago por pasar a la historia como el descubridor de una roca con propiedades mágicas, bautizada magnetita en su honor. Evidentemente, todo es una fábula. Lo más probable es que la palabra magnetismo provenga de la región griega Magnesia, donde se encontraron estas piedras por primera vez.
Los chinos también conocían este fenómeno. En el siglo II a. C. descubrieron que un trozo alargado de magnetita flotando en un cubo de agua se alineaba en dirección Norte-Sur. Aparentemente, este hallazgo fue un subproducto de la práctica supersticiosa conocida como adivinación geomántica, que consistía en arrojar objetos tales como piedras o trozos de metal grabados sobre una mesa con el objetivo de predecir acontecimientos futuros en función de la posición en la que quedan.
En 376 a.C., el general Haung Ti utilizó esta curiosa propiedad para dirigir a su ejército pero, sorprendentemente, los chinos no la utilizaron para la navegación marítima hasta 900 años después. Al poco tiempo pasó fue importada por los árabes y, con ellos, pasó a Europa.
En el siglo XIII, mientras se equipaban los barcos europeos con el nuevo instrumento, el francés Peter Peregrinus de Maricourt investigaba la naturaleza del magnetismo. No se sabe ni cuándo nació ni nada de su vida personal; de hecho solo sabemos de él por lo que escribió Roger Bacon en su Opus Maius. Solo conocemos su tratado Epistola de Magnete, que podemos fechar en 1269 porque en una de las pocas copias que han sobrevivido aparece al final: “Actum in castris in obsidione Luceriæ anno domini 1269 º 8 º filière Augusti” (Hecho en el campamento durante el asedio de Lucera, 8 de agosto de 1269).
Esta ‘carta’ pone de manifiesto una finura experimental impresionante: describe los detallados estudios que realizó con la brújula y revela cómo descubrió la existencia de las dos polaridades magnéticas, que designó polos norte y sur. En su opinión, las misteriosas fuerzas que obligaban al hierro a moverse hacia el imán eran parecidas a las que impulsaban a los planetas y al Sol a girar en torno a la Tierra.
Ahora bien, ¿fueron realmente los chinos los inventores de la brújula? Lo más seguro es que no. En 1968 los arqueólogos P. Krotser y M. D. Coe de la Universidad de Yale encontraron un curioso objeto durante el curso de una excavación en un asentamiento olmeca en San Lorenzo, Veracruz (México). Estaba hecho de hematita, un material que había sido usado con profusión en la construcción de algunos de los edificios de la ciudad, como el llamado Palacio Rojo. Fechado entre 1 400 y 1 000 a.C., a Coe le pareció una brújula. Dispuesto a comprobarlo, lo colocó sobre un corcho lo puso a flotar en un bol con agua: enseguida se orientó al norte. En 1975 el astrónomo John Carlson planteó la hipótesis de que los olmecas podrían haberla usado para como útil geomántico, igual que los chinos.
Sea como fuere, este objeto demuestra que el descubrimiento de la brújula hay que retrasarlo casi mil años y colocarlo en otro continente.
Con información de Muy Interesante